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“Hello world”, desde Colombia

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En un mundo donde la velocidad de los avances tecnológicos supera la capacidad de muchos Estados para comprenderlos, regularlos o apropiarlos, las economías emergentes como Colombia enfrentan un dilema profundo: ¿seremos simples consumidores de tecnología diseñada para otros contextos, o seremos capaces de producir nuestras propias soluciones desde nuestras propias realidades? Esta pregunta no es menor. Es, quizá, una de las preguntas filosóficas y políticas más urgentes de nuestra era.

La promesa del desarrollo ha sido, durante siglos, el gran fetiche de las naciones periféricas. Se ha confundido muchas veces el desarrollo con la imitación: importar modelos, dispositivos, ideologías. Sin embargo, el verdadero desarrollo no es la copia sino la creación. No es la dependencia de soluciones externas, sino la capacidad de un pueblo de imaginar e implementar sus propias respuestas a sus propios desafíos. En este sentido, la tecnología no puede ser vista como un fin en sí mismo, sino como un medio para fortalecer la autonomía, la justicia y la dignidad colectiva.

Los drones, esos artefactos que durante décadas estuvieron reservados a la ciencia ficción o al uso militar exclusivo de grandes potencias, han comenzado a democratizarse. Pero democratizar no es solo abaratar; es hacer accesible, útil y transformador. Hoy, un dron puede ser un juguete o un arma, un instrumento de vigilancia opresiva o una herramienta de protección comunitaria, un medio para el control o una oportunidad para la libertad. La diferencia no está en el dispositivo, sino en el propósito que lo orienta y en las manos que lo diseñan.

En Colombia, país marcado por la tensión entre centralismo y periferia, por una violencia histórica de múltiples rostros y por una geografía tan diversa como desafiante, los drones tienen un potencial particularmente relevante. No como objetos voladores, sino como vehículos de soberanía tecnológica. En zonas donde la presencia del Estado es débil o inexistente, donde el acceso a datos es limitado, y donde la vigilancia humana pone en riesgo la vida de quienes ejercen tareas de cuidado o defensa comunitaria, los drones pueden convertirse en extensiones no sólo de los ojos, sino del derecho a habitar dignamente.

Pero la clave está en cómo se conciben estos desarrollos. No basta con importar drones de última generación; se requiere pensar, diseñar, adaptar y programar tecnología con una sensibilidad ética, política y territorial. Existen en Colombia proyectos que asumen este reto: iniciativas que no buscan simplemente lucrarse, sino aportar a una redefinición del vínculo entre tecnología y sociedad. Proyectos que entienden que la innovación real no está en la espectacularidad del producto, sino en su capacidad de resolver problemas concretos desde una lógica de inclusión, sostenibilidad y justicia.

El desarrollo tecnológico en países como el nuestro debe dejar de ser reactivo para volverse propositivo. No se trata solo de esperar las innovaciones globales, sino de desarrollar nuestras propias soluciones con identidad caribeña, amazónica, andina o pacífica, complementando el ecosistema tecnológico mundial. Porque innovar no es sólo crear algo nuevo, sino crear algo necesario, algo que dialogue con el contexto, que responda a una historia, a un sueño colectivo.

La vigilancia, por ejemplo, ha sido una palabra maltratada por la historia. En nombre de ella se han justificado guerras, intervenciones, autoritarismos. Pero vigilar también puede ser cuidar. Cuando una comunidad decide proteger su territorio ante amenazas reales —ya sean naturales, criminales o estructurales— y lo hace usando tecnología que ha co-creado, estamos ante un acto de soberanía. Un dron que sobrevuela una vereda no es el mismo si pertenece a una corporación extranjera que si es operado por una organización local comprometida con la vida de su gente.

Hay en Colombia jóvenes ingenieros, pensadores, técnicos y emprendedores que están demostrando algo que muchos creían imposible: que desde aquí también se puede crear tecnología de vanguardia. Están articulando drones con software de código abierto, sistemas autónomos de análisis de datos, sensores adaptados al clima tropical, infraestructuras en la nube resilientes. Todo ello no desde la escasez, sino desde la abundancia de talento y creatividad que siempre ha caracterizado nuestro país, pero que pocas veces hemos reconocido como capaz de competir globalmente. Uno de esos proyectos es Olilienthal, que lleva el nombre de Otto Lilienthal, pionero alemán del vuelo planeado, cuyo legado de experimentación e innovación resuena hoy en cada algoritmo que se programa y cada prototipo que despega desde Cartagena hacia el resto del territorio nacional. No se trata de romantizar el emprendimiento ni de caer en el discurso ingenuo del 'todo es posible si lo sueñas'. Los desafíos son reales: la necesidad de inversión inteligente, el acceso a capital de crecimiento, la construcción de marcos regulatorios que fomenten la innovación.

Pero Olilienthal representa algo más que una empresa de tecnología: es la demostración de que Colombia puede ser protagonista de su propia transformación digital. Su propuesta de una red inteligente de drones para ciudades como Cartagena no solo resuelve problemas urbanos concretos —desde la optimización del tráfico hasta la inspección de infraestructuras, desde la entrega eficiente de productos hasta la seguridad ciudadana— sino que redefine lo que significa innovar desde nuestros territorios, con nuestras capacidades, para nuestras realidades específicas.

La modernidad tecnológica ha estado marcada por una profunda asimetría: unos diseñan, otros consumen; unos deciden, otros ejecutan; unos imaginan el futuro, otros lo padecen. Transformar esa lógica implica apostar por una tecnología situada y contextual. Una tecnología que aproveche las mejores prácticas globales, pero responda específicamente a nuestros contextos y necesidades, que no reemplace a las personas, sino que las potencie. Por eso, es urgente un pacto social en torno a la innovación: uno que incluya a las universidades, al Estado, al sector privado, pero también a las comunidades, a los territorios, a todos aquellos que han sido históricamente excluidos de las decisiones tecnológicas. Un pacto que entienda que invertir en tecnología no es solo comprar equipos, sino fomentar capacidades, estimular la imaginación crítica, creer en nuestro propio talento.

Durante demasiado tiempo hemos aceptado la idea de que la verdadera innovación solo puede venir de afuera, que nuestro papel se limita a adaptar y consumir lo que otros crean. Es momento de cambiar esa narrativa. Colombia tiene ante sí una oportunidad histórica: convertir la necesidad en virtud, el potencial en realidad. Apostar por la innovación no como una aspiración lejana, sino como una capacidad presente. Reconocer que en cada dron diseñado desde nuestros territorios hay una declaración de confianza en nosotros mismos, una afirmación de que podemos crear el futuro que queremos habitar.

Porque al final, lo que realmente importa no es solo que nuestros drones vuelen alto, sino que nosotros también lo hagamos.